miércoles, 2 de febrero de 2011

El tiempo de la memoria y de la dignidad en la ciudad de mi infancia y de mis mayores

Por Matías Escalera Cordero (miembro de la junta directiva de PROMECECA)

Sin memoria el tiempo se iguala a la nada, esta afirmación de Goethe en su Fausto, dicha del tiempo de un hombre vale lo mismo dicha del tiempo de una comunidad. Sin memoria no somos nada, ni los sujetos ni los pueblos, y ha llegado por fin, hace unos años, el tiempo de la memoria para nuestro pueblo, que había renunciado a la misma durante la llamada “Transición Democrática” en aras de un futuro que ya se ha construido, y desde el cual ya es también, no sólo posible, sino obligatorio recuperarla para no caer en la nada definitivamente, que es como decir en la completa indignidad; pues la renuncia a la justa memoria de nuestros muertos nos muere, la renuncia a vindicar su dignidad nos hace indignos y nos aniquila emocional y espiritualmente, provocando un nuevo tipo de víctimas más humilladas aún si cabe que aquellas –de su propia sangre– que tratan de olvidar y, en última instancia, desprecian; o cómo llamar, si no, a los hijos, a los hermanos, a los sobrinos o a los nietos que dicen: “no removamos la mierda”, y la mierda son sus padres, sus hermanos, sus tíos o sus abuelos abandonados en cunetas, o arrabales perdidos, o en fosas comunes sin señalar siquiera.
Aunque más estupor nos producen, quizás, aquellos políticos que dicen: “no abramos las heridas”, mientras se dirigen a honrar a sus muertos en los memoriales y en los campos santos que construyeron para ellos con toda lógica.
Sin embargo, el tiempo de la memoria nos ha alcanzado y se ha instalado entre nosotros; e impregna también por fin la vida pública de Cáceres, la ciudad amada de mi infancia, que jamás olvidé a pesar del tiempo y de la distancia, y a la que recuperé, no hace mucho, cuando fui amablemente invitado a la última edición de su Feria del Libro, gracias a un entrañable amigo y poeta cacereño, José María Cumbreño, a quien nunca agradeceré suficientemente su gesto, pues, con ello, me permitió no sólo reencontrarme con la más feliz etapa de mi vida, sino también con viejos y nuevos amigos, como es el caso del igualmente entrañable compañero de Alcalá de Henares, Santiago Pavón, que de un modo tan extraordinario y sorprendente se ha incrustado en la vida de la ciudad; o el del profesor e indagador de la memoria colectiva extremeña, José Hinojosa, por quienes conocí la existencia del libro del profesor Julián Chaves Palacios, Tragedia y represión en Navidad, en donde aparece una referencia a mi abuelo, Matías Escalera González, a mi abuela, Lucía García Zamorano, a mi padre Lino, y a mis tíos.
Por ellos sé que aún es endeble y frágil la candela de la memoria en la ciudad de mis mayores, y que los vientos del encono y de la ignorancia podrían apagarla. Sé que hay muchos otros que, como José Hinojosa o Julián Chaves, han bregado, en estos últimos años, e investigado, hasta restablecerla y avivarla; se lo agradezco, se lo agradecemos de todo corazón todos aquellos cuyos muertos quedaron en el olvido y ellos han contribuido a rescatar.
Sé también, por la prensa extremeña, y por estos nuevos y viejos amigos, que existe el proyecto de un memorial en el cementerio de la ciudad digno y decente que recuerde y honre a las víctimas inocentes de aquella Navidad terrible del año 1937, en la que mi abuelo y tantos otros pagaron con su vida la cuenta del terror y la intimidación (podrían haber sido otros: de niño oía sus historias contadas en voz baja por mis mayores). Sé que la actual Corporación está empeñada en ello; pero, por favor, no pierdan quizás la última ocasión de honrarlos como se merecen, y cuenten con sus descendientes, que sólo deseamos restaurar su memoria, y restablecer así la cadena del tiempo; y que la ciudad de mi infancia y de mis mayores aprecie, por fin, públicamente a sus muertos, y que lo haga a través de ustedes, de sus representantes políticos; muestren la compasión y la pública justicia de una ciudad que no desea abatirse en la más fría y despreciativa indiferencia.
Y para aquellos que aún no lo entiendan les entrego algunos de mis recuerdos y una experiencia concluyente, leer tu propio nombre y apellido, Matías Escalera, en una lista de fusilados; o el testimonio dolorido de un padre, el mío, que con apenas doce años, recién cumplidos, tiene que seguir a la partida que se lleva al suyo, pues es el primogénito de cuatro, en plena Navidad hasta la muerte; o el haber aprendido, de niño, las horas en el reloj de bolsillo –anclado justo en aquella fatídica noche– de un ser al que sólo se le nombraba en voz baja o indirectamente. O a mi abuela hablándome de un alcalde amigo del pueblo al que querían y respetaban todos, o a mi tío contándome cómo contempló casualmente la ejecución de ese mismo alcalde, y cómo oía las detonaciones en el cementerio por las madrugadas. No, no es revancha, ni odio, ni venganza, ya ha pasado ese tiempo; es sólo vida recuperada y justa reparación. Un tiempo de memoria para no igualarnos a la nada.
Dejemos, pues, hoy, que sus nombres horaden inversamente la oscuridad y la tierra hacia la luz, y acojámoslos en la luz con la dignidad y el reconocimiento debidos.
Gracias.

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